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frutrsacionokUn familiar, un amigo, se ha suicidado.  Ha decidido poner fin a su existencia.  Al dolor de la muerte hay que agregar el dolor de la impotencia, la frustración, el enojo que esta situación puede acarrear.  Surgen infinidad de preguntas y el abismo se abre paso en la propia vida, hundiendo todo a su paso.

Entre esas preguntas hay un planteamiento que debemos abordar desde la fe: ¿Dónde están los que se suicidan? ¿Qué pasa con ellos? ¿Merecen el castigo de Dios? ¿Están en el infierno?

MIEDO-3Para acercarnos a ese tema, debo antes dejar en claro un término: pastoral del miedo.

La pastoral del miedo ha sido durante mucho tiempo una actitud errónea para lograr la conversión, adhesión y fidelidad de los creyentes.  Historias terroríficas de condenados, demonios con olor a azufre, infierno de aceite hirviendo en espera de los que no guardaran la fe.  El fin era bueno, pero los medios no tanto.  Quisiera decir que en el Siglo XXI se ha superado dicha actitud, pero desgraciadamente aún permanece en la memoria colectiva fuertes marcas de la pastoral del miedo. Hay iglesias y pastores que engrosan sus filas amenazando con esta actitud.

35433_134225453271745_133228760038081_270741_2697385_nLa pastoral del miedo no logra creyentes maduros, sino servidores atemorizados.  No se sigue a Dios por amor, sino por pánico.  No se acerca a la Iglesia por atracción para dar vida, sino para cumplir ciegamente una ley para evitar el castigo.  Esta actitud se parece más a los fariseos del Evangelio[1] que al padre misericordioso que abre los brazos al hijo que consideraba perdido[2].

Ha sido la pastoral del miedo la que empujó durante mucho tiempo a cerrar las puertas a los que se suicidaron, incluso los cementerios e iglesias.  Es la pastoral del miedo la que sigue anunciando fuego y castigo eterno.  Técnicamente el miedo serviría de freno de mano para aquel que intentara suicidarse.  Ya vemos que no es cierto. 580392_435457733158119_1146780549_n

 

 

¿Qué podemos, entonces, decir hoy? Lo primero, es que todos seguimos en las manos de Dios[3].  Que nadie tiene el derecho de ocupar su lugar para criticar, juzgar, o peor aún, condenar[4].  Segundo, el que se suicida sigue siendo un hijo de Dios y aunque haya realizado un acto de tal magnitud es Dios quien conoce sus motivaciones últimas.  Tercero, si se ha derramado la sangre de Jesús por la salvación de los pecadores, ¿por qué habría de negarse dicha salvación a estos hermanos? ¿Es más grande la debilidad de los que caminaron esa senda que el amor de Dios? De ninguna manera.

10440805_10154844124645597_6997374044070394640_nLa imagen del Dios castigador ha sido superada desde hace mucho tiempo.  Aunque en la Palabra de Dios leamos pasajes en los que se refiere a dicha imagen divina, hemos de recordar que Dios nos da el intelecto para que progresemos en el conocimiento de su amor y su voluntad.  En alguna parte de la Biblia se acepta la esclavitud y se pide apedrear a quien comete adulterio. Esto es hoy inaceptable para cualquier iglesia que se considere seria. Hemos de madurar entonces nuestra fe, e ir compartiendo la imagen de Dios que nos da Jesús: un padre amoroso.

padre-hijo-1Este padre amoroso es el que se transparenta en el Evangelio.  Recordemos el pasaje de la mujer adúltera de Juan 8.  Aunque para los que le llevan a presencia de Jesús había razones válidas para apedrearla y darle muerte, según la ley que ellos profesaban y el contexto en que vivían, la actitud de Jesús no es condenatoria.  Al contrario, no solo no la juzga, sino que le da una nueva oportunidad.  Y no solo a ella, sino también a los que llevaban piedras en la mano.  Ojalá aprovechemos hoy esta oportunidad: primero, alejarnos del juicio, la crítica, el cuestionamiento ante quien se suicida y su familia.  Y segundo, confiar con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, en la misericordia de Dios.

¿Dónde están los que se suicidan? En las manos de Dios.

 

Notas:

[1] Jesús en Mateo 23, 13 dice  “¡ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes cierran a la gente el Reino de los Cielos. No entran ustedes, ni dejan entrar a los que querrían hacerlo.” Y más adelante en el versículo 27 vuelve a insistir:  “ Ustedes pagan el diezmo hasta sobre la menta, el anís y el comino, pero no cumplen la Ley en lo que realmente tiene peso: la justicia, la misericordia y la fe. Ahí está lo que ustedes debían poner por obra, sin descartar lo otro

[2] La parábola del Padre Misericordioso (antes llamada “del hijo pródigo”)  la encontramos en Lucas 15, 11-32

[3] Para hablar de la imagen amorosa de Dios, podemos citar los siguientes textos:  Isaías 49, 15; Juan 3, 16; 1Carta de Juan 4, 6-11

[4] El apóstol Santiago nos dice “Hermanos, no se critiquen unos a otros. El que habla mal de un hermano o se hace su juez, habla contra la Ley y se hace juez de la Ley. Pero a ti, que juzgas a la Ley, ¿te corresponde juzgar a la Ley o cumplirla? Uno solo es juez: Aquel que hizo la Ley y que pude salvar y condenar. Pero, ¿quién eres tú para juzgar al prójimo?”  St. 4, 11-12

 

crisis¿Cuántas veces hemos sentido que se nos vienen encima las plagas, una encima de otra? ¿Cuántas veces hemos creído que ya no podemos dar un paso más? ¿En cuántas ocasiones estuvimos a punto de perder la esperanza porque no encontrábamos respuesta o salida? Como seres humanos, es natural que vivamos los momentos de dificultad. Como personas de fe es necesario tener una vía para caminar durante esas situaciones. Vamos a caminar con la historia de un pueblo, para vernos en sus tribulaciones y reconocernos en sus preguntas.

 

El pueblo de Israel tiene una historia apasionante. Sufren la opresión, la esclavitud, los asesinatos, la destrucción, el destierro, la infidelidad, la murmuración y la burla de otros pueblos. Saben lo que es sentirse abandonados por su Dios, son de los que han gritado al cielo pidiendo ayuda y reciben silencio. Pero tienen una gran ventaja: saben releer su historia en clave creyente. Son tercos en recordar la alianza que su Dios ha pactado con ellos y poseen la certeza de que aunque grandes sean sus pecados, mayor es el amor y la fidelidad del Señor.

La clave que los mantiene de pie es la esperanza. Ellos vigilan, esperan el cumplimiento de la promesa. Saben que el mal no es algo permanente y que luego de la tiniebla siempre, siempre, viene el resplandor del nuevo día. Israel es profundamente creyente.

Tomando como pie la lectura de Baruc 5, 1-9 (que es la primera lectura del II domingo de Adviento) podemos ver que la espera del pueblo se convierte en gozo. La tristeza termina, porque Dios responde a su pueblo. El luto y la aflicción no tienen ya lugar, la gala es perpetua. La comunidad que había conocido la tribulación y era humillada, es ahora invitada a ponerse de pie (que significa recuperar la dignidad). Los hijos, alejados por el enemigo, son devueltos por el mismo Dios, llenos de gloria, en carroza real.

La última parte dice que el Señor guiará a Israel, que lo hará con alegría, con justicia y misericordia. Esperanza

En nuestra historia, como este pueblo, hemos experimentado la dificultad, el dolor, la tentación y la caída. Pero podemos aprender de él, teniendo la confianza puesta en el Señor.  Creer se torna fácil cuando todo marcha bien. Creer es una necesidad cuando vamos cuesta arriba. La doble tracción  no se ha creado para el sendero plano. Y la esperanza es como el 4×4 que, aunque lento, nos conduce de manera segura en los terrenos más difíciles y tortuosos. No sin complicaciones, no sin resbalones.

Nuestra esperanza nos recuerda en los momentos de dolor que todo, tarde o temprano, volverá a estar bien. El pueblo de Israel sabe que aunque ellos sean infieles, el Señor siempre permanece fiel. La alianza no depende de la respuesta que ellos den, sino del amor misericordioso de Dios. Acá vale la pena recordar que misericordia significa «dar perdón a quien no lo merece».  La invitación que debemos aceptar de este pueblo creyente es tener presente las palabras del Padre que nos espera siempre en casa, por lejos que nos hayamos marchado.

Y ahora, a creer. Por difícil que sea la prueba, por complicado que sea el camino. Una pizca de fe equivale al pequeño fósforo que ilumina en la tiniebla. Su luz es ya una guía para buscar algo para contagiar el fuego. No es posible evitar los momentos de crisis. Creer no nos exime de vivir la condición humana, pero nos da aliento y fuerza para seguir adelante.

Y ahora, a esperar. Aunque temamos la oscuridad, aunque nos asuste la tiniebla, aunque el panorama se vuelva denso. Esperamos porque sabemos que Dios se sale con la suya, a su tiempo. Tenemos la certeza que las crisis son parte de nuestro proceso de maduración. Creemos que hasta el morir llega a ser vida nueva.

9d7faEsperanza_y_OptimismoY ahora, a seguir adelante. La vida no es cuestión de suerte, sino de actitud. Sigamos creyendo, sigamos esperando, sigamos amando. La vía creyente es paradójica. Eso de perder para ganar no suena bien, pero sucede. Sigamos avanzando. Dios conoce nuestros pasos y nuestros esfuerzos. Él sabrá hacerlos dar fruto y convertir nuestro lamento en canto.

A veces somos cabritos. A veces somos cabros. A veces somos… muy cabritos.

Pablo nos dice en la carta que le escribe a los romanos que todos hemos pecado y que por lo tanto estamos privados de la gloria de Dios. En nuestra propia vida podemos constatar, si se me permite la expresión, la fuerza de nuestra debilidad: tropezamos, caemos, nos golpeamos y herimos a los demás.  Somos testigos del derroche de energías en nombre del pecado. Y lo peor de todo es que al final de cuentas nos queda solo esa profunda sensacion de soledad, tristeza y culpabilidad. No sale bien en las cuentas tanta pasión desperdiciada.

En el gremio sacerdotal, nos sucede exactamente lo mismo. Tenemos variopintas tentaciones, debilidades y tropezones. Sabemos mentir a la perfección, ocultar pecados propios y ajenos, silenciar palabras que nos incomodan, etcétera. Uno de nuestros peores pecados es pretender hablar en nombre de Dios… pero a favor propio… Nuestro ministerio también puede ser empleado por el mal espíritu… no somos inmunes a la debilidad… y las consecuencias son las mismas: soledad, tristeza y culpabilidad. Provocamos con nuestro pecado tanta muerte como cualquier otro ser humano. A veces nuestro pecado es olvidar que somos como cualquier otro ser humano.

Sin embargo, Dios no está satisfecho con esta parte de nuestra historia. A pesar de nuestro listado pecaminoso, nos invita a seguir adelante. No pretende que seamos frías estatuas de un frío templo donde va fría gente, sino que hagamos nuestro mejor esfuerzo para que la energía empleada para hacer el mal sea encausada para hacer el bien. Él conoce nuestro historial, lo bueno, lo malo, las luces y las sombras. Y nos llama no «a pesar» de eso, sino «desde» esa realidad. Pablo lo dice magistralmente: «llevamos este tesoro en vasijas de barro». La apuesta de Dios no es por los justos, sino por los pecadores. Este padrecito, el primero.

De niño, jugaba a hacer procesiones. Construía altares, llenos de imágenes que valían más que los carros y transformers recibidos para mi cumpleaños. Siempre preferí un paquete de incienso a un balón. Cuando aprendimos a leer, con mis primos celebrábamos la misa. ¿Adivinen quien era el padre? Todos estos juegos se difuminaron en mi adolescencia. Mi slogan era: «lo que puedo hacer como padre, lo puedo hacer como laico». Sin embargo, a los diecinueve conocí a un sacerdote loco. Alegre, jovial, cercano. Decía «malas palabras» de vez en cuando. Gustaba del cine y hablaba el lenguaje que el resto de jóvenes hablábamos. Sentí un «click» en lo más profundo. Así, sí quería ser sacerdote.

El 16 de octubre del 2010 fui ordenado presbítero de la Iglesia Católica, en mi natal Guatemala. Para llegar ahí había dejado mi tierra, la carrera de arquitectura y la idea de formar una familia. En el camino también perdí a mi madre y a mis tres abuelos. Estudié, trabajé, fui formado y preparado para ser misionero. Conocí a otros «locos» que hoy me conocen más que mis propios hermanos. Lloré, amé y aprendí a dar la vida por la abundante redención.

Lo que permaneció intacta fue mi capacidad para pecar.  Sean genes o sean gérmenes, siempre hay múltiples debilidades. Que un obispo te  imponga las manos no hace que automáticamente te conviertas en un ser perfecto. Al contrario, las tentaciones se disparan. Y es ahí donde entra la misericordia de Dios, el centro de esta historia. ¿Quién podría apostar por aquel que te va a fallar? ¿Quién da la vida por alguien que tarde o temprano te va a traicionar? ¿Quién pone tanta responsabilidad en manos frágiles? Solamente quien ama mucho. Y así es el Dios que me ha llamado.

Lo cabrito no se me quita tan fácilmente. Pero cuando puedo transmitir el perdón de Dios, con la certeza de que doy lo que he recibido en mi vida, me doy cuenta que vale la pena seguir adelante. Cuando mi pecado me hace no condenar al que falla, cuando haber tocado fondo me permite comprender al que se encuentra caído, me doy cuenta que ser instrumento es también una forma -loca, exótica, increíblemente creativa- para salvarme. Servir a otros es la forma que tiene mi Padre para rescatarme, aunque yo me esfuerce en pecar.

Dice la Palabra de Dios que aquel que mucho se le perdona mucho amor demuestra. Mi ministerio sacerdotal es una muestra viva de cómo esta Palabra se hace verdad. Cumplir un año como «padrecito» es memoria de la apuesta que Dios hace por mí, con mis luces y sombras. Es un testimonio del «dar perdón a quien no lo merece». Es prueba de que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Quiera Dios darme esta felicidad -y la capacidad para compartirla- hasta el último de mis días.      

Alajuela, 16 de octubre del 2011. Fiesta de San Gerardo Mayela.

 

Hacer «puntos» con Dios…

Publicado: 24 de agosto de 2011 en un poco de fe
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¿Soy «bueno» para hacer «puntos» con Dios y alcanzar el cielo? Cuidado… hay una trampa de por medio… La bondad de Dios para con nosotros no depende de nuestros méritos, sino de su misericordia… es decir, que Dios nos ama, nos ayuda, nos perdona y protege no por lo santos o diablos que seamos, sino porque nos ama SIN CONDICIONES… quien no crea esto, recuerde aquello de que «Dios da la lluvia y el sol para buenos y malos».

Entonces, ¿para qué ser buenos? ¿Qué gracia tiene hacer el bien si al final siempre termina Dios bendiciéndonos? A simple vista, es mejor darse la buena gozada, para luego ir a retirar la recompensa al final del día… suena cool, ¿no es así? Acá hay una segunda trampa… No somos buenos para ganar recompensa alguna… Dios no nos trata de acuerdo a nuestras obras, sino de acuerdo a su bondad y misericordia (que por cierto, significa «dar perdón a quien no lo merece»).

Debemos ser buenos no para hacer «puntos» con Dios… debemos ser buenos en respuesta a ese amor que hemos recibido del Dios bueno… la bondad en nuestra vida no es requisito para ser amado por Dios, sino que es consecuencia del que nos amó primero… es decir, somos buenos porque correspondemos al amor que hemos recibido gratuitamente… Interesante cambio, ¿verdad?

Ya no se trata de ver quien gana la carrera, de ver quien ajusta para comprar el ticket y entrar aunque sea en el último de los asientos… se trata de compartir, en medio de nosotros, tanto amor recibido… quien quiere amar no anda buscando motivos… simplemente ama… quien no tiene voluntad de amar, ni aunque alguien de la vida por él -o por ella- querrá hacerlo…

Y tú, ¿cómo tienes el corazón? ¿Agradecido amante? ¿Ingrato egoísta? Al final, como dijo el santo, seremos juzgados en el amor… que valga la pena tu existencia en medio de nosotros!!!!!